Palaeohispanica 4, (2004), pp. 89-109
Miguel Cisneros Cunchillos
DESCRIPCIÓN DEL YACIMIENTO
La Peña Ulaña se localiza en el municipio de Humada, en el Noroeste de la provincia de Burgos, ubicándose su terreno en las localidades de Humada, San Martín de Humada y Los Ordejones (Ordejón de Arriba y Ordejón de Abajo). Se trata de una “lora” prácticamente aislada de los terrenos circundantes, alargada en dirección Noroeste-Sureste, de unos 5 km de longitud y una anchura variable entre 1000 y 150 m. Su altitud absoluta oscila entre 1150 y 1230 m y la relativa es de 230 m sobre los valles que la rodean, lo que permite divisar un amplio territorio a la vez que la hace visible desde gran distancia, debido a lo cual posee una cuenca visual de unos 80 km en torno a ella sobre la vertiente meridional de la Cordillera Cantábrica, el valle del Ebro, la paramera burgalesa, la Sierra de la Demanda y la Tierra de Campos; aunque, se producen zonas de sombras en el interior de dicho dominio.
La plataforma superior de superficie aplanada se encuentra rodeada por una vaguada o Cinto, delimitada por dos fuertes resaltes: por un lado, los farallones de aquélla y por el otro, crestas rocosas elevadas, debido a un fuerte proceso erosivo de un relieve típicamente calcáreo. Las aguas del arroyo de San Martín drenan la vertiente Norte de la Peña y las del río de Los Ordejones, la Sur, existiendo varios manantiales pequeños y fuentes que representan otros puntos de drenaje del sistema cárstico. La toponimia menor
da constancia de estas surgencias por medio de los abundantes microtopónimos formados sobre el latín *font-. Además, el topónimo Ulaña es de origen prerromano y, aunque su etimología no es suficientemente transparente, se puede relacionar con la raíz *el/ol, que indica surgencia y corriente de agua.
Una de las particularidades del yacimiento es su extensión: 586 has de las cuales 285 se localizan en la plataforma superior y las 301 restantes pertenecen a la vaguada o Cinto que lo rodea a modo de foso natural, con una longitud, en su lados Norte y Sur de, aproximadamente, 6 km, en cada uno de ellos, y una anchura, en el Norte, que varía entre 20 y algo más de 85 m.
La accesibilidad, además, es más favorable desde este lado, debido a las características orográficas de la peña, que debieron ser, también, determinantes en el planteamiento de los caminos. Entrar a La Ulaña suponía salvar un fuerte desnivel desde el valle para penetrar en el Cinto y circular por él en una u otra dirección hasta alcanzar el trazado, que, con marcada pendiente, llevaba a la zona alta del emplazamiento. El tránsito por el Cinto Norte se establecía de forma paralela a la línea de muralla, que se situaba, además, en un nivel superior; situación ésta que forzosamente implicaba la directa exposición de los visitantes a los pobladores del asentamiento (fig.1).
La situación en el Cinto Sur era similar, ya que la inexistencia de una defensa artificial, en este caso, era paliada por el efecto de farallones prácticamente verticales, de hasta 60 m de altura, quedando el visitante igualmente expuesto.
Esta característica debió ser tenida en cuenta por los pobladores a la hora de considerar las posibilidades defensivas del lugar.
La muralla que bordea el cerro en su flanco Norte se adapta a las características topográficas del emplazamiento, si bien lo hace de forma interrumpida.
De ella se conservan unos 2900 m, que protegen 4200, aproximadamente.
La longitud de los tramos conservados varía entre los 26 y los 1085 m.
La anchura de esta muralla oscila entre 3’35 y 3’10 m y su altura se ha calculado en unos 3’5 m para el paramento interior y en unos 5 para el exterior. (1)
Este sistema defensivo se completa con la construcción de una muralla que corta el emplazamiento transversalmente, en dirección general Norte-Sur, cuya función podría estar relacionada bien con necesidades defensivas bien con la compartimentación de espacios para usos diferentes, pero desconocidos en la actualidad (fig.2).
Esta muralla transversal es posterior a la Norte, como se ha visto tras la excavación de la zona de unión de ambas, donde se pudo observar cómo ésta se había destruído por causas naturales, reorganizándose el sistema defensivo con un nuevo trazado y la erección de la muralla transversal. Esta reordenación se había producido ya en el siglo III o en el II a.e., como se deduce de las dataciones de C14 realizadas en dos muestras de maderas quemadas halladas en la base exterior del lienzo Oeste de esta muralla transversal.(2)
Esta línea, que tiene 257 m de longitud, presenta una anchura de 3’5 y una altura aproximada calculada en casi 4 m para el lienzo Oeste y alrededor de los 4’5 para el Este.
Ambas murallas tienen una morfología similar: dos paramentos de mampuestos calizos irregulares grandes y medianos, extraídos de la zona, que se asentaban directamente sobre la roca, con cara vista al exterior, y un relleno de piedras pequeñas y medianas y arcilla como elemento de cementación.
Asimismo, durante las labores de prospección, fueron localizadas 267 estructuras, de las que 48 son de apariencia tumular y contorno circular, pudiendo tener un carácter funerario (Ruiz Vélez, 2001, p.119), y 179 son de habitación, de las que 77 son de planta circular, 43 de planta rectangular cerrada, 31 de planta rectangular abierta, 26 ovales y 2 cuya planta de contorno rectangular está rematada en uno de sus lados en círculo; el resto son muros de diversa morfología y época, pero de los que una docena se ubican en el Cinto, fundamentalmente en el Norte, que es, como ya se ha comentado, el que presenta mejor accesibilidad, con una altura que sobrepasa el metro y una longitud variable en función de la anchura de la vaguada en cada punto. Estas estructuras debieron formar parte del sistema defensivo del castro, limitando no sólo la circulación por el foso, dadas sus dimensiones y el riesgo que conllevaría una eventual dispersión de fuerzas de defensa si un potencial enemigo tuviese libertad de movimientos por el Cinto, sino también el acceso a los manantiales, recurso esencial en caso de asedio, ya que de las 13 fuentes o manantiales localizados 6 se encuentran en el Cinto Norte, 2 fuera de él, hacia el valle, pero en sus proximidades, 3 en el Cinto Sur y 2 en la plataforma superior de la peña.
Las estructuras de habitación no las entendemos como unidades aisladas, sino como parte de distintas viviendas o unidades de ocupación, estableciéndose una diferenciación espacial en la que se tuvieron presentes los siguientes condicionantes: existencia de muros comunes, proximidad espacial entre las estructuras e independencia del conjunto respecto a otras construcciones.
Ello dió como resultado 24 unidades de ocupación, que integran 69 estructuras, quedando el resto, de momento, como aisladas. Esta agrupación, junto a la extensión del castro y a la superficie edificada, son los criterios utilizados para intentar aproximarnos al número de habitantes; sin embargo, en el yacimiento hay una nula o escasa presión constructiva sobre el espacio, a diferencia de otros asentamientos de dimensiones más reducidas. Así, si aceptamos una media de entre 4 y 5 personas por vivienda o unidad de ocupación (Audouze y Buchsenschutz, 1989, p.232; Fernández-Posse y Sánchez-Palencia, 1988, pp.227-228; Camino, 2002, p.147) tendríamos 484 habitantes, que se convertirían en 587, si realizamos una desviación que incluyese las 50 has de pinar de la plataforma superior y cuyo uso arqueológico es cuando menos limitado (fig.3); es decir, un mínimo de entre 500 y 600 habitantes, como cifra orientativa, a partir exclusivamente de la prospección del yacimiento y de la determinación provisional del número de unidades de ocupación.
La excavación arqueológica de cinco de estas estructuras, que se correspondían con parte de dos unidades de ocupación, ha permitido conocer mejor sus características y usos (Cisneros, 2002, pp.245-251). De la unidad de ocupación 1 se excavaron 2 de las 4 estructuras que comprende, a partir del reconocimiento visual del terreno. Se trata de una vivienda rectangular de 15’48 m de longitud y 3’26 de anchura, con dos estancias: una, de 11’30 m de longitud y otra, de al menos 4’18. La entrada de la vivienda se abre al Este (fig.4).
Su cubierta parece haber sido a una vertiente, según se desprende de un viga de madera quemada caída sobre el suelo y hallada transversalmente en una de las habitaciones y del hecho de no haber encontrado agujeros de poste; era de estructura vegetal con los intersticios tapados por barro, dado que junto a la viga apareció una gran masa de arcilla quemada, cuya cocción se debió producir durante el incendio de la vivienda. La casa tenía un hogar de forma rectangular, adosado al muro Norte, en el que se localizaron diversas cerámicas atribuibles a la II Edad del Hierro. Los muros tenían un zócalo de sillarejo trabado con tierra compacta, del que se han conservado apenas dos hiladas, sobre el que se levantaba una pared que pudo ser de tapial o de piedra pequeña trabada con barro, dada la cantidad de calizas de pequeño y mediano tamaño encontradas en el interior de las estancias.
El suelo es una capa fina de tierra batida, sobre la roca.
La unidad de ocupación 2 se caracteriza por la presencia de estructuras adosadas de contorno circular, de las que se excavaron 3 de las 5 que la integran.
Su construcción estuvo directamente relacionada con la disposición de los estratos geológicos, aprovechándose dos bandas paralelas de roca como cimentación de los muros, que estaban formados por calizas de importante tamaño, trabadas por tierra arcillosa. De estos muros, se conserva, en el mejor de los casos dos hileras, si bien por la disposición de las piedras en los derrumbes de las estructuras se podría plantear que estaban configurados por un zócalo de, al menos, cuatro o cinco hiladas de piedra, sin que haya constancia arqueológica de cómo se levantaba la pared. El interior de estas habitaciones era muy reducido. El suelo de las estancias, que se localiza a un nivel inferior al de las dos bandas geológicas señaladas, está caracterizado por la presencia de tierra batida, que se localiza directamente sobre la roca madre; no obstante, la disposición de algunas losas planas de caliza de grano fino nos lleva a plantear la posibilidad de que al menos en parte, éstas se utilizasen para nivelar el suelo, ya que la proximidad de la roca debería marcar cuando menos desniveles y filtraciones de humedad, en este nivel de ocupación.(3) Destaca la localización sobre ese suelo de diverso material atribuible a la II Edad del Hierro (fig.5).
El yacimiento no se caracteriza por una abundancia de materiales, según se deduce de los resultados de las excavaciones efectuadas hasta la fecha.
Ahora bien, podemos sintetizar algunos datos que se desprenden de su estudio con objeto de contribuir a su contextualización. Las cerámicas señalan la presencia de dos momentos temporales concretos y continuos: el primero concierne a materiales pertenecientes a partir de la transición del Hierro I al II, es decir, de finales del IV y principios del III a.e., momentos de introducción del torno en la Meseta; el segundo se corresponde con piezas de características celtibéricas plenas, cuya cronología oscila entre el 300 y mediados del siglo I a.e., llegando tal vez hasta momentos cronológicos de las guerras cántabras.
Los metales identificables nos sitúan igualmente en el mismo contexto cronológico; así, del exiguo número de piezas de bronce se puede destacar que la mayor parte son elementos de adorno, como una aguja de bronce o una lámina compuesta por tres discos planos unidos y adornados en su interior por círculos concéntricos incisos y por un motivo de ruedecilla, pertenecientes a época celtibérica (fig.6).
El número de piezas de hierro tampoco es numeroso y los artefactos con él fabricados están vinculados con el trabajo de la madera –clavos–, labores de cocina y artesanía textil –tijeras y cuchillo–, relacionada esta última con el aprovechamiento de la cabaña ganadera.
Asimismo, estos instrumentos hay que asociarlos a las escorias encontradas en la excavación, indicadoras de la existencia de una metalurgia basada en pequeños hornos que se realizaba en el propio castro (Carrocera y Camino, 1996, pp.58-59 y n.10). (4)
Entre los materiales líticos localizados se pueden citar: un colgante, fabricado en pizarra (fig.7), y hallado en la unidad de ocupación 2, comparable a los “pendeloques ou pendentif en schiste” que Mohen clasifica en la fase 2 del grupo lemosino-perigordiense (Mohen, 1980, pp.153, lámina 194,8), que se fecharía entre el 550 y el 400 a.e. y que Esparza identifica también en el castro de La Mazada (Gallegos del Campo, Zamora) (Esparza, 1986, pp.257-259) y varios fragmentos de molinos circulares hallados en la excavación de las unidades de ocupación.
Hay que destacar el hallazgo, en el nivel de suelo de una ocupación constatada al interior de la parte de la muralla Norte excavada, de un denario de Turiaso, en cuyo anverso aparece una cabeza barbada a derecha, con collar en el cuello y la leyenda Kastu, en caracteres ibéricos, en torno al tipo (fig.8) y en el reverso, un jinete con lanza y la leyenda Turiasu, también en caracteres ibéricos (fig.9), que se fecha a principios del siglo I a.e. (Domínguez, 1998, p.153).
Por último, se debe señalar que los datos arqueofaunísticos, hasta ahora, indican un predominio de la cabaña doméstica sobre los animales salvajes, siendo el grupo de los ovicaprinos, el más numeroso, seguido del vacuno, el ganado de cerda y los équidos, mientras que entre los animales salvajes aparece el jabalí, exclusivamente. Ello nos ayuda a conocer, de momento, la dieta de los pobladores y algunos aspectos relacionados con sus actividades económicas, como ya se ha citado anteriormente.
De todo esto nos interesa destacar, en este trabajo, dos aspectos enunciados someramente en este apartado:
1) el tipo de asentamiento en el que se encuadraría el yacimiento, en función de sus características y de los restos identificados en las campañas de prospección y excavación que llevamos a cabo desde 1997, es decir si La Ulaña podría incluirse dentro del concepto de oppidum, como creemos, en la actualidad, según se desprende ya del título de este trabajo.
2) el hecho de que por tradición ha venido siendo incluida en el territorio cántabro, a partir, exclusivamente, del trazado de su frontera meridional y no por otras consideraciones como la existencia de una estructura social o la de una cultura material; ante la imposibilidad de lo primero, ya que carecemos de datos contrastados, intentaremos determinar si es posible establecer el paralelismo material y sobre todo si a partir de él deducimos algún tipo de nexo común entre los asentamientos considerados como cántabros.
¿ANTE QUÉ TIPO DE ASENTAMIENTO ESTAMOS?
Las 285 has de la plataforma superior, defendidas por farallones y muralla, dan lugar al asentamiento propiamente dicho, constituyendo el de mayores dimensiones de la Península Ibérica en la II Edad del Hierro (Almagro- Gorbea, 1994; Almagro-Gorbea y Dávila, 1995) y uno de los más extensos de Europa, tras los de Heidengraben (Würtemberg) con unas 1500 has, Kelheim (Baviera) con 650, Manching (también en Baviera) con 350 y Altenburg-
Rheinau (Waldschut) con 316 (Collis, 1975, pp.104-118 y 141-146 y 1984, pp.203-210; Audouze y Buchsenschutz, 1989, pp.128, 307-308 y 314; Okun, 1989, pp.166-169 y 230-231; Kruta, 2000, pp.660-661, 695 y 719-720; Knopf, Leicht y Sievers, 2000, pp.141-147).
Aunque, nosotros, hasta la fecha, hemos venido considerando al yacimiento como castro, básicamente porque así aparece en la bibliografía anterior que recoge referencias a él, (5) creemos que puede haber llegado el momento de entrar en el debate de si es o no unoppidum, debido a las informaciones que nos suministran las excavaciones que estamos realizando en él y a que la característica de la extensión viene siendo considerada, en la bibliografía arqueológica, como uno de los elementos para referirnos a un yacimiento con ese término,quedando definidos sus rasgos distintivos por:
1) elección de un emplazamiento topográficamente destacable, tanto para su defensa como por su posición eminente en el paisaje.
2) relación jerárquica y de especialización entre los lugares.
3) ocupación de una superficie cerrada, mayor de 20 has, que excede las necesidades de la población.
4) construcción de una muralla de prestigio.
5) desarrollo de una urbanización, con barrios organizados con actividades especializadas y edificios públicos.
6) cambios en la cultura material. Es decir, un centro que reune las funciones productivas, comerciales, religiosas y políticas (Audouze y Buchsenschutz, 1989, p.28; Lorrio, 1997, p.67; Buchsenschutz, 2000, p.62; Álvarez-Sanchís, 2003, pp.41-46). Si bien Almagro-Gorbea, aceptando el tamaño como peculiaridad, opina que pueden ser inferiores a 10 has, pero que su cualidad esencial es el control “de un territorio amplio y jerarquizado del cual es centro político y administrativo” (Almagro-Gorbea, 1994, p.26).
No obstante, Pina, sin tener en cuenta los condicionantes arqueológicos y atendiendo al significado de la palabra oppidum y a su uso por parte de Livio, concluye que dicho vocablo designa a una ciudad, al igual que urbs ycivitas, sin que pueda desprenderse una idea de jerarquización de los asentamientos así denominados (Pina y Pérez Casas, 1998, pp.245-247). En este caso, la pregunta que podríamos hacernos es si La Ulaña, a partir de sus restos arqueológicos, podría incluirse en dicho concepto, puesto que las características enunciadas con anterioridad son aplicables a las de una ciudad, excepto la necesidad de un tamaño determinado, como indica Asensio (1995, p.51) en su definición de ciudad prerromana en Aragón, señalando, además, que “debe huirse de la idea de que todo asentamiento debe cumplir todas o solo una parte de esta premisas”.
De todo lo precedente es aplicable a La Ulaña la elección de un emplazamiento que domina el paisaje y que es visible, la extensión –al menos 285 has–, la fortificación –discontinua en su lado Norte y la transversal que corta el yacimiento–, el control del territorio –80 km de cuenca visual, que permiten controlar no sólo tierras agrícolas, sino también rutas comerciales u otros intereses o todo ello en conjunto, sin descartar como señala Gutiérrez Soler (2002, p.50) “una visibilidad plurifocal total”–, quedando por determinar el desarrollo de una urbanización y la existencia de edificios públicos y la relación jerárquica con otros asentamientos. A estos dos aspectos debemos dedicar las siguientes líneas.
Hemos comentado que, tanto el número de estructuras localizadas en prospección como el de viviendas deducidas nos indica una escasa presión constructiva sobre el espacio, quedando diseminadas todas ellas por las 285 has de la plataforma superior, aunque, también, haya restos por la vaguada que rodea a la peña; ello nos muestra una concepción urbanística diferente de la de otros asentamientos, no sólo porque haya una diversidad constructiva observable, sino, básicamente, también por la amplitud de la superficie interior a ocupar, que impide las aglomeraciones o las hace innecesarias, produciendo una dispersión de estructuras o viviendas por zonas y creando espacios o vacíos intermedios, que tienen la finalidad no sólo de separar, sino también de servir de comunicación, respondiendo a esa concepción del espacio, para los que la arqueología debería tener respuesta en un futuro conforme se vayan desarrollando las excavaciones. Respecto a las obras públicas, sólo podemos señalar sin equívocos la muralla, cuya construcción no implica sólo la ejecución de una obra defensiva, sino también la delimitación y definición del espacio doméstico, expresando la voluntad de hacerlo visible (Fernández-Posse, 1998, p.212). Además, de esta construcción se podría plantear como hipótesis que las estructuras nº 55 y 141 tuviesen un carácter público, a partir de las características comunes que presentan (fig.10):
1) se localizan en las proximidades de dos entradas, la primera sobre la de “las Ventanas de Horadada”, en el lado Norte, y la segunda sobre la de “la Fuente del Molino de Pisón”, en el Sur.
2) ambas tienen en superficie la misma forma de planta con contorno rectangular, abierta al Sureste, rematada en uno de sus lados, el Sur, en círculo; planta que, por otra parte, carece de paralelos en el ámbito prerromano hispano y europeo.
3) sólo se han documentado ellas con esa forma en las labores de prospección y son, además, unas de las de mayores dimensiones del yacimiento: la nº 55 tiene una longitud de casi 21 m, en su muro Norte y 17, en el Sur y aproximadamente 20 m de anchura, mientras que la nº 141 tiene unos 16 x 7. Estas similitudes topográficas y morfológicas nos han llevado a asignarles una finalidad defensiva o militar, como estructuras de control y de salvaguardia del asentamiento, aunque no podamos hablar ni de torres ni de cuerpo de guardia, por su forma y su ubicación, ya que no se encuentran adosadas a la muralla. Otra posibilidad podría ser la de santuario de entrada, pero mientras no se excave completamente, al menos, la nº 55, que se encuentra en dicha fase, poco más podremos añadir, salvo que los restos y materiales hasta ahora hallados son poco significativos para atribuir una finalidad determinada, aunque estos últimos nos señalan su ocupación durante la II Edad del Hierro. (6)
Por último, más difícil de resolver se plantea la cuestión sobre la relación jerárquica con otros asentamientos, puesto que tenemos pocas informaciones sobre las posibles razones que justifiquen la densa concentración de asentamientos indígenas que se registra en la zona: castro de la Peña (Monasterio, Salinas de Pisuerga, Palencia), Bernorio (Aguilar de Campoo, Palencia), Monte Cildá (Olleros de Pisuerga, Palencia), Amaya (Burgos) y La Ulaña, principalmente; así como su tamaño, en algunos casos difícil de calcular, y su cronología, siendo este último dato el que podría ser más significativo y esclarecedor a la hora de valorar la posible sincronía, en algún momento, de esta condensación, como veremos más adelante. (7)
Por todo ello, creemos que el yacimiento puede ser considerado como unoppidum, aunque no por ello estemos en condiciones de afirmar, como hace Peralta (2000a, p.63), que se trate del “centro principal de uno de los grandes populi en que se subdividían los cántabros”.
TERRITORIO DE FRONTERA Y CULTURA MATERIAL
La situación geográfica de La Ulaña, en la comarca de las Loras, en el extremo más meridional de la vertiente Sur de la Cordillera Cantábrica ha hecho que se incluya el yacimiento dentro del territorio de los cántabros en función del trazado de la frontera que separaría a éstos de los turmogos; idea reiterada por la historiografía tradicional y aceptada sin apenas discusiones.(8)
Nosotros creemos que esta interpretación está basada en un concepto de frontera lineal más o menos inmutable, que se plasmaría en un mapa, olvidando sus defensores que este territorio parece haber sido durante una gran parte de la Antigüedad, no solo una “zona de frontera” –por razones geográficas evidentes entre las tierras llanas de la Meseta y los valles de la Cordillera que dan acceso al mar Cantábrico, con un carácter abierto y dinámico
(Carrié, 1995), que acercaría, mezclaría e integraría, más que separaría, aislaría o defendería, lo que significa que sus límites debieron ser difusos y, probablemente, cambiantes–, sino también “de paso” –cuyo reflejo lo vemos ya en la relación existente entre los pastos de montaña y la ubicación de megalitos y, especialmente, en los restos de calzadas romanas preservados en la zona, que, salvando las brañas de los montes cantábricos, convertían todo este territorio en una zona de tránsito, bien desde el Sur hacia la Cordillera, los valles de Cantabria y el mar Cantábrico o en sentido contrario hacia las cuencas del Pisuerga, del Duero y del Ebro– y “de nadie” –como consecuencia de las peculiaridades que acabamos de señalar y contribuyendo a ello, también, su apariencia de zona apartada, marginal, ubicada en los confines desde la perspectiva de las poblaciones de los valles cántabros o desde la de las poblaciones meseteñas–, como hemos sostenido para la comarca, próxima, de la Braña, en el Norte de Palencia, en la frontera entre cántabros y vacceos (Aja y otros, 1999).
Es decir, un territorio en el que la cultura material no debió estar vinculada a divisiones artificiales y en el que influyeron más razones comerciales, relaciones sociales o determinados focos, que operaron a nivel de atracción, y la existencia de rutas de comunicación, a las que se vincularon las áreas de comercio, que las supuestas relaciones étnicas, puesto que las producciones materiales han trascendido esta esfera, como demuestra la arqueología.
Si bien son escasos los datos contrastados procedentes de excavaciones, en su mayor parte antiguas, de esta zona meridional, podemos de ellos extraer algunas consideraciones para este tema. En el Bernorio se localizaron, bajo la muralla del recinto superior, restos de una estructura circular, de 4’5 m de diámetro y la cronología de los materiales que proceden de este fondo de cabaña, según Barril, indica que en su mayor parte se pueden fechar entre los siglos IV y I a.e., salvo un puñal tipo Monte Bernorio, que se dataría a mediados del III a.e. (Barril, 1995, p.165); además, esta investigadora destaca que ya San Valero en la campaña de 1943 había sacado a la luz muros curvos y rectos, que podrían señalar la coexistencia de ambas formas constructivas (Barril, 1995, p.154) y que la presencia de materiales más recientes como las fibulas de tipo omega, la de resorte de charnela, algún otro elemento de adorno y varios pequeños fragmentos desigillata, “remiten a un ambiente
relacionado con la presencia de los romanos…bien porque se ubicaran en el mismo lugar, bien porque estuvieran en los alrededores y realizasen algún tipo de intercambio” (Barril, 1999, p.51).
En Monte Cildá se halló, también, una estructura de posible forma circular, ya que no se pudieron delimitar sus paredes, con suelo de piedra y pie derecho para sustentar su cubierta, junto con diverso material cerámico y un denario ibérico de Turiaso, lo que permitió fechar el conjunto, en un principio, no antes del siglo I a.e. (García Guinea, González Echegaray y San Miguel, 1966, pp.13 y 19). Diversos autores, con posterioridad, recalcan la aparición entre el material cerámico de cerámica celtibérica pintada y de cerámica con digitaciones, lo que corroboraría esa datación (Bohigas, 1986-87, p.124; Peralta y Ocejo, 1996, p.50; Peralta, 2000a, p.62). Sin embargo, parece haberse obviado, la revisión de los materiales, efectuada años después, en la que se cuestionaba ya esa referencia cronológica, indicándose su asociación a la estratigrafía del siglo I d.e. y a materiales cerámicos romanos (García Guinea, Iglesias y Caloca, 1973, pp.46-47; Fernández Vega, 1999, pp.372-373). En esta línea, Ruiz Gutiérrez (inédita), a partir de un nuevo estudio de esos materiales, destaca entre los que pertenecerían a la primera ocupación del asentamiento: dos denarios, uno de Turiaso y otro de Secobirices, del I a.e., cerámica celtibérica tardía fechable entre mediados del I a.e. y mediados del I d.e., cerámicas indígenas cuyos prototipos permanecen casi invariables a lo largo de toda la Edad del Hierro, terra sigillata itálica, lucernas, cerámicas de paredes finas, fibulas tipo Aucissa y monedas de Augusto y de Claudio, a pesar de lo cual sigue suponiendo la existencia de un castro prerromano, que “no puede remontarse más atrás de mediados del siglo I a.e.”, debido, principalmente, según esta autora, a la ausencia de formas celtibéricas clásicas, que sería ocupado tras la conquista con la finalidad de controlar la vía próxima.
En el caso de Amaya, pocos datos nuevos se pueden aportar, puesto que permanecen todavía inéditos los trabajos arqueológicos emprendidos por la empresa Alacet Arqueólogos, S.L., a partir del año 2000, por encargo de la Junta de Castilla y León. Sin embargo su director nos ha comentado que se han documentado diferentes ocupaciones desde la Edad del Bronce hasta la Baja Edad Media, pero la I Edad del Hierro sólo lo está por algunas cerámicas fuera de contexto y al Hierro II sólo pueden atribuirse algunas piezas metálicas recuperadas en excavación o depositadas desde antiguo en el Museo de Burgos, por lo que esta ocupación no está suficientemente atestiguada y no debió extenderse por todo el castro.(9)
Algo más al Norte, pero todavía en la vertiente Sur de la Cordillera Cantábrica, en el castro de Las Rabas (Celada Marlantes, Cantabria), controlando el camino que a través de la cuenca del Besaya comunicaba la Meseta con el mar Cantábrico, García Guinea y Rincón (1970, p.35) ya habían señalado la existencia de “perviviencia hallstáticas” en sus fibulas, junto a influencias de “la cultura de los verracos” en las cerámicas estampilladas y celtibéricas, fundamentalmente, en la cerámica pintada, mientras que Marcos (inédita) puntualiza estas informaciones, distinguiendo tres momentos cronológicos: el primero de mediados de la Segunda Edad del Hierro, caracterizado por el uso exclusivo de cerámica a mano, algunos de cuyos paralelos los sitúa en el Noroeste; el segundo, a partir de la aparición de las cerámicas a torno pintadas, entre la segunda mitad del III y la primera mitad del II a.e. y el tercer momento, entre la segunda mitad del II y comienzos del I a.e., estableciéndose en líneas generales durante las dos primeras etapas una mayor relación con la Meseta, mientras que en la tercera se produce con el Valle del Ebro. Además, considera que los instrumentos agrícolas hallados en el yacimiento tendrían paralelos en la Meseta y el Valle del Ebro.
Dos consideraciones se deducen de lo anterior:
1) los asentamientos de la zona meridional no fueron contemporáneos en su totalidad, ni debieron responder a la misma finalidad, aunque estuvieron situados en un territorio de frontera, donde la presencia romana no hay que entenderla exclusivamente desde la perspectiva militar de las guerras cántabras, puesto que se remonta a más de un siglo antes y los contactos en este sector debieron ser frecuentes en “tiempos de paz”.
2) los asentamientos, independientemente de su ubicación geográfica, tanto en la zona meridional como en el interior, poseen influencias de los pueblos de la Meseta y del Valle del Ebro, y en menor medida del Noroeste de la Península Ibérica; así se observa en el hábitat donde parece existir una convivencia de estructuras circulares y rectangulares, aun cuando la carencia de restos asociables a la arquitectura doméstica es patente (Cisneros, 2002, pp.251-252), ratificándose el escaso fundamento de la teoría tradicional entroncada con los estudios etnográficos, que sólo ha admitido la existencia de casas de planta circular (González Echegaray, 1999, p.105), (10) y en los materiales arqueológicos, con paralelos, en la cerámica hecha a mano, en la fabricada a torno y pintada, conocida genéricamente como “celtibérica”, o en los metales.
En el mismo sentido, cabría interpretar, por consiguiente, el hecho de que el armamento y los broches de cinturón del denominado grupo Miraveche-Monte Bernorio, característico de la cultura cántabra según la historiografía, sean también distintivos de las áreas vaccea, turmoga y autrigona, cuyos ámbitos geográficos son los citados con anterioridad (Burillo, 1998, pp.140-141; Fernández-Posse, 1998, p.166; Sanz, 1998, pp.427-439).
Parece que no estamos, por tanto, en condiciones de afirmar cuáles son los elementos materiales distintivos de los cántabros en esta zona, (11) quizá porque es un territorio permeable a los contactos, que puede presentar unas características propias, incluso marginales respecto al centro de poder, pero similares en relación a las del otro lado, colaborando en la estabilidad o inestabilidad y haciendo que, como ya hemos dicho, esas fronteras no sean estáticas (Castro y González Marcén, 1989, p.12; Jones, 1997, pp.191-197), y quizá, también, porque falten todavía trabajos sistemáticos, no de prospección, de la que ya se poseen datos o materiales de superficie, sino de excavación y publicación de resultados al Norte de la Cordillera Cantábrica, (12) que permitan superar algunos tópicos como la característica de la continuidad de un hábitat en cuevas hasta época tardía (Fanjul y Menéndez, 2004, p.38), que no debe ni puede ocultar el vacío de investigación en el que se basa: la escasez de castros localizados en la vertiente Norte de la Cordillera Cantábrica (13) o el de la cerámica, puesto que el carácter autóctono del material queda supeditado a unos tipos, fabricados a mano y de factura tosca, que todos los investigadores consideran que han evolucionado escasamente durante toda la Edad del Hierro, obviando que algunos de los estudios de referencia, como el de Ruiz Cobos, siendo meritorios, aportan escasos datos fiables, como el propio autor señala. (14) De ahí que nos sorprenda la extrapolación que realiza algún autor, cuando distingue, en especial, una etapa de “celtiberización” entre los cántabros, a partir de las evidencias de la cerámica a torno pintada, de un equipamiento metálico –armamento, instrumental o adornos– similares a los de esa cultura, de la circulación monetaria y de la “generalización” del tipo de vivienda rectangular compartimentada (Peralta, 2001, p.363).