CONGOSTO
(en el corazón y en el recuerdo)
No lo busques en libros de Historia
ni tampoco en los libros de cuentos,
ni preguntes al sabio erudito
por el nombre de tal lugarejo:
ni el pintor, ni el poeta, ni el sabio
se fijaron jamás en mi pueblo.
Si tú quieres llegar a la entraña,
si deseas saber los secretos
que se esconden en esos rincones,
que se ocultan en esos terrenos;
si tú quieres saber cómo viven,
cómo aman y sienten, qué anhelos,
qué amores, qué sueños, qué planes
los desvelan y tienen inquietos,
sal al campo, respira muy hondo,
tiende la mirada,
deja los complejos,
llena tus pulmones…
Y PREGUNTA AL VIENTO.
Él sabrá decirte mejor que los sabios,
mejor que el soneto,
mejor que los libros,
mejor que los cuentos,
mejor que la Historia,
qué cosas hicieron
estos campesinos,
estos lugareños
de frente arrugada,
de temple de acero,
de manos callosas,
de decir derecho,
de rostros enjutos
como sus barbechos…
Él sabrá explicarte qué empresas soñaron,
él sabrá decirte lo que ellos sintieron,
por qué suspiraron,
por qué combatieron,
por qué madrugaron,
por qué aquí vivieron,
cómo ellos gozaron
y cuánto sufrieron.
Nadie se ha ocupado de sus aventuras,
de toda su hazaña vivida en secreto,
de sus sinsabores, del calor, del frío,
de sus madrugones y de sus desvelos.
Pero tú no temas,
hermano labriego,
hermano pastor,
feliz congosteño:
tu empresa es hermosa,
la conoce el cielo…
y el águila errante
que cruza en silencio
el páramo triste.
Y aquel negro tordo, tozudo parlero
que en el alto chopo desgrana su canto
en marzo, en febrero,
al caer la tarde o de madrugada.
Lo sabe el jilguero,
lo sabe el milano,
lo sabe el vencejo
y la golondrina
que allá, en el alero
de la pobre casa,
construyó su nido para los pequeños.
Y también lo sabe
el pardo mochuelo,
que en la oscura noche,
al llegar febrero,
lanza sus chillidos desde el viejo olmo
y asusta al viajero.
Y hasta la guandilla
conoce el secreto,
cuando allá, en el aire,
traza enormes círculos muy cerca del cielo.
Y aquel feo buitre,
torpe, carroñero,
que, tras el banquete de carne asquerosa
apenas si puede remontar el vuelo.
Y lo sabe el lobo,
el lobo protervo,
que se esconde astuto detrás del carrasco,
o que se desliza, goloso y hambriento,
siguiendo a la oveja por aquel arroyo
de Arnosa, de Oquisa, de Valdeciruelos,
de Valdemazoya
o de Valdecepos.
Y lo sabe el sapo,
triste cancionero,
que, a la atardecida,
vencido el Invierno,
ensaya en su flauta
un cántico nuevo.
Lo sabe el Solano;
y hasta el fiero Cierzo
cuando se desliza por la peña Ulaña
y baja hasta el valle.
Cuando allá, en invierno,
galopa furioso
por altos y cerros,
gime en los zarzales,
aúlla en los brezos,
llora en las cañadas
y arranca la nieve de los ventisqueros.
Así que no temas,
mi querido pueblo.
Tu historia está escrita en esos sudores,
se encuentra grabada en esos desvelos,
en esas escarchas,
en esos silencios,
en esos trigales,
en esos barbechos.
Todos ellos saben lo que yo no te digo;
bien conocen todos cuanto yo silencio.
Si has nacido en estos contornos,
si has andado por estos senderos,
si has tenido algún padre, algún hijo,
un hermano, un amigo, un abuelo
que haya amado o sufrido en Congosto,
o que haya bailado el día de San Pedro
al compás de la gaita bravía,
o a los sones del rudo pandero,
en las eras, o allá, junto al río,
celebrando la fiesta del pueblo…
Si has cantado o llorado en Congosto,
da gracias al cielo.
Y no olvides nunca,
aunque estés muy lejos,
esos nombres, lugares y fechas
que tienen la magia de antiguos recuerdos,
que saben a rancio,
que huelen a añejo:
río Odra, el Pomar, la Aceña,
los Piscárdanos y los Vallejuelos,
y Costaviñuela,
donde se resguarda el viento de Enero
y baila mimoso
el más inocente de los corderuelos.
Y también recuerda
cuando estés cansado, cuando estés sediento,
las fuentes aquellas de aguas cristalinas,
que cantan su copla llamando al labriego,
llamando al pastor,
llamando al viajero
y a aquel cazador
que allá por la Lastra persigue al conejo.
No olvides sus nombres:
Hontañón, la Aceña, los Ángeles, luego…
Valdermún, Dujillo
y otras que no cuento.
Ellas te brindaron
sus aguas fresquitas allá en verano,
sus templadas aguas en el crudo invierno.
Si la vida ha llevado tu barca
a otros caladeros,
y hoy te ocupas en otros negocios
del todo distintos al de tus abuelos;
si te ves obligado a vivir
lejos de tu pueblo,
y respiras el polvo y el humo,
y el ruido destroza tus nervios,
tómate un respiro,
vuelve, vuelve al pueblo,
y una vez al año,
una vez al menos,
tómate un buen baño de aromas campestres,
de tomillo, salvia, anís y romero,
y de carrasquilla,
de brezo y espliego,
de parva, de trilla,
de segado heno…
Y recuerda muy bien que Congosto
te dará de nuevo
lo que, acaso, jamás encontraste
en otros linderos.
Y cuando te marches,
llévate muy dentro,
allá en tus pupilas,
allá en tu cerebro,
la imagen de aquella iglesiuca,
la imagen de aquel cementerio;
ella está cerrada;
él, caído y viejo;
pero en ella encontraste tú siempre,
mayor y pequeño,
paz en tus desdichas,
cobijo y consuelo;
y, en él, hallaron reposo
varios de tus deudos:
hermanos, parientes, vecinos,
quizás tus abuelos.
Y que te acompañe,
aunque marches lejos,
la estampa romántica del blanco molino,
que evitar no pudo el paso del tiempo,
y hoy, todo ruina,
ya es sólo un recuerdo.
Y ahora, buen amigo,
te diré mi anhelo:
Cuando un día se acabe la cuerda
de este reloj viejo,
y mis tímpanos ya no recojan
del mundo los ecos,
no permitas que una tierra extraña
sepulte mi cuerpo.
Si algo en él quedara
para algún remedio,
dadlo al cirujano,
lléveselo el médico;
lo demás, amigos,
destrúyalo el fuego,
que no contamine
este mundo nuestro;
que se vuelva polvo,
y que allá, en lo alto de mi cementerio,
De Arnosa, de Oquisa
o del Alto Cueto
vuele en mil pavesas
un día de buen cierzo.
Y en tanto mi espíritu,
al fin liberado de lastres terrenos,
ya purificado
de sus desatinos y errores sin cuento,
hacia la otra ORILLA
remonte su vuelo.
Pedro P. O.
Villadiego-Congosto, verano 1984